(c) Fernando Conde |
Con todo el morro, una amiga y yo quedamos en acercarnos con los niños a ver si por casualidad veíamos a alguien de la tripulación y nos contaban algo sobre su labor. Y así fue, con increíble amabilidad, el maquinista nos vio haciendo fotos y hablando con los trabajadores que reparaban el barco, bajó y nos presento a Román, un miembro del equipo que no dudó un segundo en venir a contar a esas dos mujeres y 6 niños que es lo que hacían ahí.
Román empezó preguntándole a los niños "¿Por qué hay barcos de rescate?" y empezó a explicarles que en muchos lugares del mundo, hay personas que necesitan ayuda, personas víctimas de situaciones económicas catastróficas, pero también de guerras, y que lógicamente, esas personas quieren irse para vivir en un sitio donde haya paz.
Desde las primeras palabras, los niños lo observaban boquiabiertos, bebiendo sus palabras, pocas veces había visto yo a mis chicos tan interesados en algo que esté contando un adulto. Siguió explicando como la desesperación y la necesidad de irse a algún lugar del mundo donde poder vivir dignamente hacía que muchas familias pagaran fortunas para meterse en unas balsas muy pequeñas y muy peligrosas e intentar cruzar el mediterráneo. Román explicó que mucha gente moría en el intento. Les dijo que Médicos sin Fronteras tenían tres barcos como ese, y que su misión era recibir información de dónde se encuentran esas balsas en peligro llenas de gente, y sacarlos del agua, darles comida, ropa y atención médica si la necesitan, y luego, desembarcarlos en Italia dónde estarán seguros.
Tras la explicación, Román les preguntó a los niños si tenían alguna pregunta, y tenían muchas. Querían saber si rescataban a mucha gente, cómo se sentían esas personas cuando las salvaban, cuantos morían, y cómo se sentía uno después de salvar vidas. Román contestó con mucha paciencia a todas las preguntas, explicó también que para Médicos sin Fronteras no existían españoles, franceses, ni sirios, todos eran seres humanos, personas, no refugiados ni emigrantes ni nada, personas. "¡Claro!" decían los niños... ojalá lo tengan siempre siempre tan claro.
Los datos que aportó Román eran tan crueles como reales, cuando explicó que 1500 menores habían perdido la vida en el Mediterráneo en 2015 me fue muy complicado retener las lágrimas. Cuando dijo que se le partía el alma cuando se cruzaba con chavales de 10 o 12 años que se habían transformado en hombres por su situación me tuve que contener para no abrazar fuerte a mis hijos en ese mismo instante. Pero creo que el momento que más me impactó fue cuando le dije : "¿Y nosotros, desde nuestra vida confortable, qué podemos hacer?"
Confieso que me esperaba a que nos indicara cómo hacer una donación, por pequeña que fuera, y creo que, de alguna manera, esperaba que me diera una respuesta tan "fácil", para poderme descargar de una culpa agobiante en unos minutos, pero no dijo eso. No. Dijo algo mucho más sensato. Dijo que el dinero no era lo que les podía ayudar, lo que les podía ayudar era una generación de hombres y mujeres libres de racismos y xenofobias, capaces de entender que tenemos que ayudar a los seres humanos que lo necesitan. Dijo que lo que teníamos que hacer, era educar a los niños y niñas para que se transformaran en hombres y mujeres con empatía y solidarios, mejores que los que tenemos hoy metidos en los gobiernos.
Cuánta razón. Le dimos las gracias por el tiempo que nos había dedicado, y nos marchamos, paseando por el puerto. Creo que ayer mis hijos aprendieron mucho más en 15 minutos que en las 8 horas que pasaron en el colegio, la amabilidad y la generosidad que vieron allí no está en los libros de texto. La realidad que viven esos hombres y mujeres de ONG no se difunde por la tele o los periódicos.
Nosotros llegamos allí sin llamar, sin cita, sin siquiera saber exactamente qué queríamos, y el equipo de Médicos sin fronteras nos recibió con una sonrisa y nos hizo un regalo fabuloso, a cambio de nada. Gracias Médicos sin Fronteras, gracias Román.
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